Los Huancas eran una cultura guerrera, muy famosos en la historia por sus sangrientas guerras contra el IMPERIO INCA el cual buscaba someterlos. Este pueblo guerrero y rebelde legó a la historia contemporánea una de las leyendas más famosas, propia de un libro de misterio... El famoso tesoro de la última y legendaria princesa Huanca: CATALINA
Doña Catalina Apu Alaya eran hija de un gran cacique, Oto Apu-Alaya, en pleno dominio INCA sobre los Huancas. Don Francisco Pizarro, tras su llegada al Tahuantinsuyo y conquista del mismo y tras derrotar a las fuerzas traidoras del usurpador ATAHUALPA, tuvo una gran amistad con el cacique padre de la princesa y apadrinó a la pequeña en su bautizo con el nombre de CATALINA.
Catalina Huanca fue una princesa "sin reino", de una gran sencillez y aprecio por los más pobres...su caridad era impresionante y su sola presencia causaba un sentimiento de pasión tanto entre indígenas como españoles... Sus constantes llegadas a la capital con grandes cargamentos de oro y plata para caridad crearon la leyenda del TESORO FAMILIAR el más grande de la estirpe INCA y HUANCA y que muchos aventureros quisieron descubrir. Doña CATALINA jamás reveló de donde procedían los grandes cargamentos de oro y plata, nadie nunca pudo averiguarlo hasta la muerte de la princesa.
Ricardo Palma, el gran escritor peruano nos relata algo sobre ella en sus famosas TRADICIONES PERUANAS.
Prisionero Atahualpa, envió Pizarro fuerzas al riñón del país; y el cacique de Huancayo fue de los primeros en reconocer el nuevo orden de gobierno, a trueque de que respetasen sus antiguos privilegios. Pizarro, que a pesar de los pesares fue sagaz político, apreció la conveniencia del pacto; y para más halagar al cacique e inspirarle mayor confianza, se unió a él por un vínculo sagrado, llevando a la pila bautismal, en calidad de padrino, a Catalina Apu-Alaya, heredera del título y dominio.
El pueblo de San Jerónimo, situado a tres leguas castellanas de Huancayo y a tres kilómetros del hospital de Ocopa, era por entonces cabeza del cacicazgo.
Catalina Huanca, como generalmente es llamada la protagonista de esta leyenda, fue mujer de gran devoción y caridad. Calcúlase en cien mil pesos ensayados el valor de los azulejos y maderas que obsequió para la fábrica de la iglesia y convento de San Francisco; y asociada al arzobispo Loayza y al obispo de la Plata fray Domingo de Santo Tomás, edificó el convento de Santa Ana. En una de las salas de este santo asilo contémplase el retrato de doña Catalina, obra de un pincel churrigueresco.
Para sostenimiento del hospital, dio además la cacica fincas y terrenos de qué era en Lima poseedora. Su caridad para con los pobres, a los que socorría con esplendidez, se hizo proverbial.
En la real caja de censos de Lima estableció una fundación, cuyo producto debía emplearse en pagar parte de la contribución correspondiente a los indígenas de San Jerónimo, Mito, Orcotuna, Concepción, Cincos, Chupaca y Sicaya, pueblecitos inmediatos a la capital del cacicazgo.
Ella fue también la que implantó en esos siete pueblos la costumbre, que aún subsiste, de que todos los ciegos de esa jurisdicción se congreguen en la festividad anual del patrón titular de cada pueblo y sean vestidos y alimentados a expensas del mayordomo, en cuya casa se les proporciona además alojamiento. Como es sabido, en los lugares de la sierra esas fiestas duran de ocho a quince días, tiempo en que los ciegos disfrutan de festines, en los que la pacha-manca de carnero y la chicha de jora se consumen sin medida.
Murió Catalina Huanca en los tiempos del virrey marqués de Guadalcázar, de cerca de noventa años de edad, y fue llorada por grandes y pequeños.
Doña Catalina pasaba cuatro meses del año en su casa solariega de San Jerónimo, y al regresar a Lima lo hacía en una litera de plata y escoltada por trescientos indios. Por supuesto, que en todos los villorrios y caseríos del tránsito era esperada con grandes festejos. Los naturales del país la trataban con las consideraciones debidas a una reina o dama de mucho cascabel, y aun los españoles la tributaban respetuoso homenaje.
Verdad es que la codicia de los conquistadores estaba interesada en tratar con deferencia a la cacica que anualmente, al regresar de su paseo a la sierra, traía a Lima (¡y no es chirigota!) cincuenta acémilas cargadas de oro y plata. ¿De dónde sacaba doña Catalina esa riqueza? ¿Era el tributo que la pagaban los administradores de sus minas y demás propiedades? ¿Era acaso parte de un tesoro que durante siglos, y de padres a hijos, habían ido acumulando sus antecesores? Esta última era la general creencia.
El pueblo de San Jerónimo, situado a tres leguas castellanas de Huancayo y a tres kilómetros del hospital de Ocopa, era por entonces cabeza del cacicazgo.
Catalina Huanca, como generalmente es llamada la protagonista de esta leyenda, fue mujer de gran devoción y caridad. Calcúlase en cien mil pesos ensayados el valor de los azulejos y maderas que obsequió para la fábrica de la iglesia y convento de San Francisco; y asociada al arzobispo Loayza y al obispo de la Plata fray Domingo de Santo Tomás, edificó el convento de Santa Ana. En una de las salas de este santo asilo contémplase el retrato de doña Catalina, obra de un pincel churrigueresco.
Para sostenimiento del hospital, dio además la cacica fincas y terrenos de qué era en Lima poseedora. Su caridad para con los pobres, a los que socorría con esplendidez, se hizo proverbial.
En la real caja de censos de Lima estableció una fundación, cuyo producto debía emplearse en pagar parte de la contribución correspondiente a los indígenas de San Jerónimo, Mito, Orcotuna, Concepción, Cincos, Chupaca y Sicaya, pueblecitos inmediatos a la capital del cacicazgo.
Ella fue también la que implantó en esos siete pueblos la costumbre, que aún subsiste, de que todos los ciegos de esa jurisdicción se congreguen en la festividad anual del patrón titular de cada pueblo y sean vestidos y alimentados a expensas del mayordomo, en cuya casa se les proporciona además alojamiento. Como es sabido, en los lugares de la sierra esas fiestas duran de ocho a quince días, tiempo en que los ciegos disfrutan de festines, en los que la pacha-manca de carnero y la chicha de jora se consumen sin medida.
Murió Catalina Huanca en los tiempos del virrey marqués de Guadalcázar, de cerca de noventa años de edad, y fue llorada por grandes y pequeños.
Doña Catalina pasaba cuatro meses del año en su casa solariega de San Jerónimo, y al regresar a Lima lo hacía en una litera de plata y escoltada por trescientos indios. Por supuesto, que en todos los villorrios y caseríos del tránsito era esperada con grandes festejos. Los naturales del país la trataban con las consideraciones debidas a una reina o dama de mucho cascabel, y aun los españoles la tributaban respetuoso homenaje.
Verdad es que la codicia de los conquistadores estaba interesada en tratar con deferencia a la cacica que anualmente, al regresar de su paseo a la sierra, traía a Lima (¡y no es chirigota!) cincuenta acémilas cargadas de oro y plata. ¿De dónde sacaba doña Catalina esa riqueza? ¿Era el tributo que la pagaban los administradores de sus minas y demás propiedades? ¿Era acaso parte de un tesoro que durante siglos, y de padres a hijos, habían ido acumulando sus antecesores? Esta última era la general creencia.
Funte : TRADICIONES PERUANAS - EL TESORO DE CATALINA HUANCA.
Corría el año 1642 y el cura San Jerónimo, hombre de gran humildad recibiría la llegada de un delegado eclesiástico : El señor arzobispo don Pedro Villagómez. El cura Jerónimo algo aflijido por no recibir de manera grande a tan magna autoridad, recibió rapidamente la visita del campanero de su iglesia. Un indio que al verlo así, le dijo:
"Taita cura, no te aflijas. Déjate vendar los ojos y ven conmigo, que yo te llevaré a donde encuentres más plata que la que necesitas".
San Jerónimo quien se mostró incrédulo al principio, pronto se dejó convencer por la insistencia de su humilde campañero, este lo llevó con los ojos vendados por una serie de recovecados caminos y lo hizo entrar a una especie de cueva. Grande fue la sorpresa de San Jerónimo cuando halló un tesoro de dimensiones colosales. Una gran cueva repleta de oro y plata, un tesoro oculto como jamás antes podía habérselo imaginado. Tal fue la impresión de San Jerónimo que pensó que su campanero era la misma reencarnación del diablo, que lo había conducido a la tentación....San Jerónimo tomó lo necesario, pero su campanero tras llevarlo de regreso a la cidad, con los ojos vendados, desapareció para siempre.
Aún existen aventureros y místicos que hablan de una estirpe solar oculta en las profundidades de la tierra en una ciudad de oro y en donde CATALINA HUANCA es una princesa que recibe ofrendas de los mismos y que ese tesoro, tan misterioso no es solo riqueza material oculta.
Fr. Constantino
IOBE - Iglesia Católica Ortodoxa Bielorrusa Eslava